viernes, 14 de septiembre de 2012

DÍA DE ACCIÓN DE GRACIAS

El 14 de septiembre, fiesta de la exaltación de la cruz, lo suelo dedicar a dar gracias a Dios. La encarnación, la vida, la pasión y la muerte en la cruz de su Hijo Jesucristo, nos ha abierto la puerta a la vida eterna, por medio del amor que guió toda su axistencia y que culminó en la resurrección. Su amor infinito a Dios y a los hombres, a todos y a cada uno de sus hermanos, le llevó a asumir nuestro sufrimiento y a experimentar en sí mismo la maldad de la que somos capaces. Se hizo semejante a nosotros en todo, menos en el pecado. Fue el amor el que le llevó a adentrarse en la lado más oscuro de la historia humana, en el sufrimiento y el dolor que nos causamos unos a otros. Yo le doy gracias por su amor concreto que experimento en todo instante y por el amor el que le lleva a estar siempre con los crucificados de la historia. Es el amor con que me ama.
Además de dar gracia a Dios por ese amor entrañable y liberador, le doy gracias por mis padres y por la vida. Nací en una familia numerosa, de la que 15 hermanos llegamos a la edad adulta. Siempre he admirado con cariño y con asombro la generosidad de mis padres. Especialmente la dulzura sencilla y la fortasleza de mi madre, que cuando alguien le afeaba que tuviera tantos hijos, solía responder: Es posible que éste que acaba de nacer sea el que me hace más feliz. Nos educaron sin caprichos, en un clima de austeridad y de disciplina casi espartanas, pero aquel clima y la convivencia de varios hermanos, nos ayudó a tener iniciativa y a desarrollar una voluntad de hierro. Hoy, al cumplir los 73 años, pienso que soy una persona afortunada.
También le doy gracias por la fe en Jesucristo, que ha marcado y guiado toda mi existencia. Es la fe la que me ha dado luz y fortaleza en los momentos difíciles; y la que ha puesto en mí un ansia insaciable de ser libre. Es la fe la que me llevó a ser sacerdote y la que me ha señalado el camino a seguir. Ser sacerdote, en una época apasionante y llena de cambios profundos, ha sido y sigue siendo todo un lujo. Pienso que la fe y los caminos por los que el Espíritu me ha llevado, me libró de tener ningún tipo de frustración y me dio una plenitud humana razonablemente buena. Es mi manera de entender y de vivir la calidad de vida.
Finalmente, le doy gracias porque, a medida que mi cuerpo se va deteriorando, vislumbro en el horizonte una luz que me invita a seguir caminando. Esa luz, la luz de la esperanza, me dice que la vida no termina, se transforma, y que lo mejor de mi vida está por llegar. Todavía me quedan tareas que realizar en esta tierra, pero lo más importante es que me queda mucho que disfrutar en el cielo. Por eso el 14 de septiembre se convierte para mí en un día de acción de gracia.
  

jueves, 6 de septiembre de 2012

LA ACTITUD DE LOS CATÓLICOS ANTE MARÍA, NUESTRA MADRE

Los católicos sabemos que María, la Virgen, es una criatura humana, una mujer en toda regla. No es divina ni es una diosa, y por eso no se nos ocurre adorarla, ya que sólo Dios es digno de adoración. Pero sí que la veneramos, en el sentido de que la tratamos con cariño y respteto, por sus santidad y por sus virtudes. Dios la eligió para Madre suya y, por especial privilegio, la conservó libre de todo pecado, del origuinal y de toda otra culpa. Y dado que también existen pecados de omisión, su fe en Dios la llevó a desarrollar plenamente todos los talentos recibidos para servir a Dios y a los hombres. Por eso decimos que es la cristiana cabal, la más lograda, el fruto más eminente de la Iglesia.
Nuestra veneración a María se traduce en un amor ardiente, ya que por su maternidad espiritual para con todos los hombres, nos cuida a cada uno con la solicitud y el cariño de una Madre. También se traduce en  invocaciones confiadas, pues sabemos que es salud de los enfermos, consuelo de los afligidos, refugio de los pecadores y auxilio de los cristianos. Y finalmente, en el deseo de imitarla: imitar su confianza en Dios, su servicio abnegado a los hombres, su fortaleza ante el dolor de ver torturado y ver crucificado a su Hijo, y su profunda humildad.
Para que nuestra veneración a la Virgen no se aleje de las Escrituras ni de la Tradición de la Iglesia, el Papa Pablo VI escribió una exhortación apostólica llena de amor y de sabiduría. Su título en latín es "Marialis cultus" y tiene mucho que enseñarnos sobre esa mujer de Dios a quien llamamos "vida, dulzura, esperanza nuestra".